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En una ocasión los discípulos de Jesús, al evidenciarles Él su poca fe, le suplicaron: «aumenta nuestra fe». También nosotros, discípulos del Señor, experimentamos no pocas veces flaquear nuestra fe. Nos puede haber sucedido que, ante la prueba o debilidad, no es tan fuerte como quisiéramos. A veces, incluso, desconfiamos de Dios, nos impacientamos, dudamos de su presencia, de su amor por nosotros y nos hundimos -como Pedro- en las aguas turbulentas de nuestros miedos y temores.

Esta circunstancia, sin embargo, no nos debe llevar nunca al desaliento. Por el contrario, sabemos que Dios jamás nos abandonará, y que todo esfuerzo que hagamos por acrecentar nuestra fe se origina en la invitación que Él nos hace constantemente para que nos acerquemos cada vez más a su amor. Ello quiere decir también que la fe, que por don de Dios tenemos, necesita ser alimentada, cultivada, cuidada, como se hace con una pequeña planta. La pregunta que debe urgirnos, por tanto, es la siguiente: ¿cómo puedo alimentar mi fe?

PEDIR EL DON Y COLABORAR

Ante todo no podemos olvidar que la fe es un don de Dios, y que por lo mismo lo primero que debemos hacer es pedírselo a Él. ¿Por qué no pedirle este don todos los días? Dios da la fe a quien se lo pide de corazón. «Pidan y se les dará», nos dice el Señor Jesús, y también nos recuerda que se le dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan. Cambios impresionantes se pueden dar en nuestra vida con sólo pedírselo a Dios y acoger su gracia. Debemos, entonces, pedir con "terca insistencia" el don de la fe, como lo hizo el padre del muchacho epiléptico: «Creo, ¡ayuda a mi poca fe!». Si poseemos ya el don de la fe, entonces hay que seguir pidiendo al Señor cada día que acreciente nuestra fe, que la haga fuerte, sólida, inquebrantable.

Ahora bien, no basta con pedirle incesantemente al Señor que Él nos conceda o aumente nuestra fe. Pedir es lo primero y fundamental, pero poner de nuestra parte es también esencial. La fe recibida como un don necesita por nuestra parte ser cuidada y alimentada para que -con nuestra cooperación libre- este don vaya germinando y creciendo en nosotros.

La fe se alimenta sobre todo de la oración diaria y perseverante, nutrida de la Palabra de Dios. Dice San Pablo que «la fe viene por la predicación», es decir, la fe es la adhesión a la palabra del Señor predicada por sus mensajeros y proclamada por la Iglesia toda. En este sentido es fundamental la humilde apertura y escucha del Evangelio del Señor Jesús, en quien encontramos la plenitud de la Revelación, la Buena Nueva de la reconciliación para todos los hombres. Por esto meditar el Evangelio en espíritu de oración, en sintonía con la Iglesia y su tradición, es fundamental. Quien como María sabe escuchar, acoger cordialmente, rumiar y meditar continuamente la Palabra de Dios y su acción en el mundo y en su propia vida, irá creciendo en una fe cada vez más sólida y consistente.

La fe se alimenta también de la participación en la Eucaristía. ¿Cómo puede un cristiano nutrir su fe si no se alimenta de Cristo mismo, de su Cuerpo y Sangre? Él ha dicho: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y Yo en él». Es esencial para una rama permanecer unida al tronco, para que no se seque sino que dé fruto abundante, el fruto que procede de la fe y que es la caridad. ¿Cómo podremos amar como Cristo si no estamos unidos a Cristo, si no nos nutrimos de Cristo? Como confesamos en la Misa, el Cuerpo y Sangre de Cristo «es el Sacramento de nuestra fe».

La fe se sostiene y purifica gracias a la confesión sacramental. Acudir al Sacramento de la Reconciliación es ya en sí mismo un acto de confianza en Cristo que fortalece nuestra fe. Cuando voy a confesarme estoy creyéndole al Señor, creo que Él transmitió el poder de perdonar los pecados cuando dijo a sus apóstoles: «a quienes ustedes les perdonen los pecados les quedan perdonados ». Y junto con el perdón de nuestros pecados, recibimos la gracia que nos fortalece en nuestra vida cristiana, en la lucha de cada día. Así, la gracia recibida fortalece nuestra fe en la mente, en el corazón y en la acción.

QUIEN COMPARTE CRECE

La fe no sólo se hace fuerte mediante la oración y los sacramentos, sino que crece muchísimo cuando se comparte. Eso también es muy importante, puesto que no podemos caer en la ilusión de que la fe es -para uno mismo- y que se vive tan solo en lo privado. ¡No! La fe necesita compartirse, sino se marchita. Al compartirla con otros, al convertirnos en portadores del don que hemos recibido en Cristo Jesús, la fe se hace más fuerte en nosotros mismos.

 

Finalmente, si quieres alimentar tu fe, ¡vive la caridad! Como advierte claramente el apóstol Santiago, «la fe, si no tiene obras, está realmente muerta». La fe necesita expresarse en obras concretas, en obras de caridad para con el prójimo. Es muy sencillo: si no luchas por vivir de acuerdo a tu fe, terminarás viviendo como quien no cree: por más que lleves el nombre de "cristiano", vivirás como un agnóstico o ateo. Si queremos que nuestra fe permanezca, crezca y se fortalezca día a día, debemos amar a nuestros semejantes como Cristo nos ha amado, con una caridad afectiva y efectiva. La fe, como nos los pide el apóstol Pedro, nos debe llevar así a la perfección en la caridad.

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